Descargó toda su rabia con un portazo y salió sin rumbo fijo, caía una lluvia fina, pero necesitaba salir, aspirar aire puro. Caminaba como si pudiera destruir la acera en cada pisada, y a cada paso iba descargando su rabia contra el cemento. Bajó rápido la cuesta y de repente la brisa le fue trayendo el olor a salitre, concentró todos sus sentidos y a lo lejos escuchó el sonido del mar que se fue acercando poco a poco, y al mismo ritmo de las olas logró serenarse, la cien dejó de latir y su respiración se hizo acompasada, sintió como iba volviendo la vida en cada inhalación. Cuando se dio cuenta sus ojos se toparon con el inmenso cielo rosa que se reflejaba en el mar. Las olas chocaban con el rompeolas y se devolvían retozando con las que llegaban desde el horizonte. Y así estuvo un rato extasiado en la profundidad del atardecer. ¿Por qué permitía que cualquier situación lo sacara de sus casillas de esa forma? ¿Cuándo aprendería que nada es tan importante para robarle de esa manera su paz? Como un mantra se iba repitiendo: “nada de esto es importante, nada de esto es importante”, lo sabía, pero no lograba recordarlo cuando las situaciones del día a día le eran adversas.
Estar alegre, ese debía ser su objetivo, lo contrario de la alegría no es el dolor sino la tristeza y el desencanto, y sabía que estaba triste porque se sentía desencantado, ¿Porqué seguía teniendo tantas expectativas con relación a las otras personas? Debía aprender que su felicidad no podía depender de que los demás actuaran como él esperaba de ellos. La felicidad debe ser el conjunto de los pequeños detalles de la vida cotidiana. Entonces, intentó recrear los pequeños detalles que le habían ocurrido durante la semana por los cuales debía sentirse agradecido: el encuentro casual con su mejor amigo y la taza de café compartida contándose los últimos detalles de sus vidas, ¡cuánto tiempo hacía que no veía a su amigo!; el libro que terminó de leer esa misma semana que tanto le había gustado; las tres vueltas en bici que había dado con su compañera de rutinas, esas cosas sencillas eran las que impregnaban de sentido y sabor cada uno de sus días.
De repente cobró sentido la reflexión que había leído en estos días: “La alegría verdadera brota libre e insobornable desde el centro del corazón como don del espíritu, crece al compartirla con los demás y transforma a la persona en gratitud”, entonces se preguntó: ¿No estoy alegre porque no soy agradecido? O tal vez, ¿será que no tengo suficiente gratitud porque no estoy alegre y no soy capaz de disfrutar cada instante de mi vida cotidiana?
Mirando al horizonte, se hizo nuevamente consciente del atardecer que ya se iba ocultando dando paso a la oscuridad, continuaban escuchando el sonido de las olas, y aunque ya no podía ver su andar juguetón, siguió imaginándolas, el rosa viejo del atardecer se quedó impregnado en sus pupilas por un buen rato. Solo cuando ya todo fue susurro dio la vuelta para regresar a casa. Mientras subía la cuesta despacio, se fue haciendo el firme propósito de no dejar que los demás le robaran nunca aquel maravilloso atardecer.