Santa Catalina protectora de los gatos de la calle.


Dedicado a: Momo, Bigotes, El gordo, la gata de tres colores y todos los gatos callejeros… y a mis hijos: Guillermo y Fernando por creer en mi y en mis sueños.

La historia que me ocupa el día de hoy ocurrió hace unos años. Hoy al ver un gato merodeando frente a mi puerta ha vuelto a mi memoria. No sé si con el paso de los años mi memoria me traiciona y estaré inventado algo, pero está es la historia que recuerdo.

Catalina era una señora de unos 65 años, de mediana estatura y pelo ya canoso, vivía sola porque su único hijo se había marchado del país, hacía tiempo, en busca de mejores condiciones de vida. No le gustaba la soledad, pero no le quedaba alternativa. Ya estaba jubilada y se levantaba de madrugada para hacer sus caminatas. Un día al salir escuchó en la casa del frente un gatito maullando. Catalina tenía un gran corazón, y aunque no era muy amante de los gatos decidió cruzar solo para ver, era un gatito de pequeño pero que ya se valía por sí solo. Regresó a su casa y trajo un platito con leche que el gatito apuró con avidez. Ella se dio por satisfecha con esa buena acción y procedió a continuar con su rutina diaria.

Al regresar el gatito la esperaba en el frente de la casa, cuando ella abrió, se escabulló por la puerta y por más que ella intentó razonarle, él no escuchó argumentos y se instaló cual invitado, había decidido que a partir de ese momento ese sería su nuevo hogar.  Catalina lo pensó un rato y concluyó que un gato no la molestaría, le compró una caja de arena y una bolsa de comida. Al tiempo decidió castrarlo, y Pocho, como había decidido llamarlo no volvió nunca a salir de la casa, las pocas semanas que había vivido a la intemperie habían sido aventura suficiente en su vida.

La vida de Catalina y Pocho, transcurría tranquila, se acompañaron a partir de ese momento. Por las mañanas cuando Catalina salía a caminar, él la esperaba tras la puerta, salía un rato a hacer una ronda de rutina por el parqueo, comía unas cuantas ramas o yerba para purgarse, mientras ella al pie del peldaño solitario de la puerta revisaba las noticias del periódico. Cuando ella se daba por satisfecha con las noticias, Pocho entraba tras ella sin protestar. Catalina entonces le abría la ventana que daba a la calle y él se subía y desde allí miraba los pajaritos y todo lo que ocurría en la calle. Esa actividad se repetía en la mañana y en la tarde cuando ella se preparaba el café vespertino.

Al cabo de un tiempo comenzaron a aparecer algunos gatos que se detenían frente a la ventana y conversaban con Pocho. Le preguntaban qué hacía en aquella ventana y por qué no salía a callejear igual que como hacían todos los gatos. Él les respondía que no tenía nada que buscar allá afuera. Mirando por la ventana había terminado de convencerse de que la vida en la calle no era muy segura. Estaban los perros, que le ladraban desde abajo, pero no podían alcanzarlo, luego los carros que pasaban a toda velocidad y el observaba a los otros gatos escaparse a veces por un pelo. Era cierto que le hubiera gustado atrapar los pajaritos que estaban en los árboles, pero la verdad es que subir hasta allá le producía una sensación de vertigo y por demás ellos podían volar y él no, después de estudiar bien toda la situación había llegado a la conclusión de que una vez que lograra trepar el árbol, los pajaritos ya se habrían percatado de sus intenciones y habrían volado antes de que él lograr su propósito. En casa de Catalina tenia comida, arena y cariño, un sillón donde dormir de noche, no tenía que preocuparse de la lluvia, o de los gatos que solo andaban buscando peleas a todas horas.

El que llegaba con más frecuencia a visitarle era Bigote. Un día en que Catalina había salido, la ventana se había quedado abierta por accidente, Bigotes saltó y se metió en la casa, se encontró de frente con Pocho y le dijo: «quiero ver porque dices que estas mejor que yo».  Pocho crispó los pelos, saco las uñas, le dijo que se saliera de la casa, pero al ver que Bigotes no le hizo caso y lo amenazó con arañarlo, salió disparado y se escondió en el closet de Catalina.

Cuando Catalina llegó se dio cuenta de que algo andaba mal. Las cortinas estaban maltratadas, la comida y arena de Pocho desordenada, creyó que era Pocho quien había hecho todo ese desorden hasta que lo encontró escondido en lo más profundo de su closet, asustado y maullando, al ver la ventana abierta comprendió que otro gato se había metido en la casa.

Bigotes se dio cuenta de que en la casa de Catalina siempre había comida, y que podía escabullirse por el patio y comerse la comida de Pocho. Entraba varias veces al día. Creía que Pocho nunca lo enfrentaría porque lo consideraba un cobarde. Hasta que un día Pocho se armó de valor, enfrentó a bigotes, pelearon y gracias a Dios que en ese momento Catalina llegó y pudo separarlos.

Unos días después cuando bigote se acercó a comer, encontró una malla que le impedía la entrada y a Pocho burlándose de él desde adentro; pero entonces ocurrió algo, Catalina llegó en ese momento y Bigotes vio como abría la puerta que daba al patio, pensó que le iba a tocar una tremenda paliza y estaba calentando los motores para poner los pies en polvorosa cuando vio que se acercaba con un plato con comida. Se había alejado unos pasos pero al ver la situación se detuvo a evaluarla, ella dejo el plato y volvió a cerrar la puerta. Su instinto le decía que debía huir, por si era una trampa, pero el hambre tiene cara de sacrificio y decidió arriesgarse, se acercó y comenzó a comer, primero con temor y luego al darse cuenta de que no ocurría nada, con confianza y luego con glotonería.

Desde aquel día cada mañana y cada tarde Bigotes se acercaba por el patio y esperaba a que Catalina apareciera, cuando la veía le maullaba cariñosamente y ella abría la puerta y le daba comida. Después de un tiempo ella se atrevió a pasarle la mano, y cuando llegaba maltrecho de sus peleas nocturnas le ponía una medicina que le aliviaba bastante y le secaba las heridas, también de vez en cuando le echaba algo para las pulgas. Bigote se sentía feliz, podía disfrutar de su libertad y tener comida segura. Pocho al principio echaba pestes de la rabia, pero después de un tiempo se acostumbró y cuando Bigote llegaba maullaba para avisarle a Catalina, y mientras comía,  conversaban animadamente. Bigote le contaba de sus andadas y él se reía con las historias.

Un día el gato gordo con el que Bigote peleaba, descubrió su secreto, el gato se escondió y lo siguió sigilosamente hasta descubrir donde iba todas las mañanas y las tardes. La mañana siguiente se le adelantó a Bigotes y se paró en la puerta a maullar, cuando Bigotes llegó y lo encontró allí,  montó en cólera. Catalina viendo la situación intentó levantar la bandera de paz poniéndole comida a los dos. Todo hubiera salido de maravilla, si el gordo no hubiera sido el ser más egoísta de los alrededores, se comió su comida y no dejó que Bigotes se acercara. Eso ocurrió por unos cuantos días, hasta que un día bigotes ya no regresó más. Cuando Pocho le preguntó al gato gordo por Bigotes, le dijo que no sabía lo que le había ocurrido. A partir de entonces era el Gordo quien llegaba dos veces al día a maullar en la puerta. Descubrió que Catalina se levantaba temprano a caminar y comenzó a esperarla en la puerta de la casa, ella abría la puerta del patio, le daba comida y lo curaba igual que como había hecho con Bigotes.

Pronto en el submundo del barrio, comenzó a correr la voz de que en la casa No. 16 vivía la mujer más noble del barrio, la protectora de los gatos. Cuando salía a caminar los gatos salían a la acera y la miraban pasar y hacían una especie de reverencia a su paso, ninguno de los gatos callejero le tenía miedo, porque sabían que ella no les haría daño, se acercaban y se dejaban mimar por ella. Los gatos llegaban por el patio y maullaban y ella siempre salía a darles comida. Cuando tenían sus peleas nocturnas y llegaban maltrechos se dejaban cuidar de ella. Así fueron desfilando por casa de Catalina todos los gatos del barrio: El gordo, la gata de tres colores, el gato negro, el gris, La máscara, ella les iba asignando nombres y los conocía, pero nunca los dejaba entrar en la casa.

Pocho, se fue haciendo amigo de todos, ellos pasaban a saludarlo por la ventana en la mañana y en la tarde y ya no se burlaban de él. El se contentaba con escuchar las historias del barrio de boca de sus amigos y ellos comprendía porque el prefería la seguridad de la casa de Catalina.

Pero toda esta historia seria solo una anécdota si no hubiera ocurrido aquel hecho extraordinario.

Un día Catalina se enfermó. Estuvo en cama por unos días con una neumonía, ya no podía salir a caminar y apenas podía levantarse a darle comida a los gatos. El médico llegaba cada tarde y Pocho siempre estaba acostado en la esquina de la cama, velando por Catalina. Los gatos se acercaban a la ventaba y le preguntaban por Catalina y así se fueron enterando uno a uno de que estaba enferma. Pocho les iba actualizando con las noticias informándoles de la situación. Un día escuchó que el medico decía que Catalina estaba muy grave y le quedaban pocos días de vida. Pocho entonces informó la noticia a los gatos que se acercaban.

El día que Catalina murió, yo estaba en casa, por la ventana vi cómo fueron llegando los gatos, se fueron colocando en la pared en silencio, al rato un centenar de gatos rondaba por la casa de Catalina y como un coro de ángeles, maullaron con la entonación más triste que jamás he escuchado.

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