Hace mucho que tenía una hoja en blanco sin poder sentarme a escribir. En estos días una lectura de Isabel Cañelles sobre el bloqueo del escritor me motivo a volver a escribir. Senti que estaba un poco oxidada, pero esto fue lo que salió, lo comparto y me prometo a mi misma seguir escribiendo.
Se acercaban la Semana Santa, todos esperábamos con expectación esos días aunque estábamos destinados a aburrirnos como hostias en la casa. Aunque teníamos libre en el colegio durante toda la semana mi madre era de la opinión de que la Semana Santa era una época de recogimiento y que cuando uno no se quedaba tranquilo en casa, se invocaban los espíritus perversos y algo malo pasaba.
Desde que iniciaba la cuaresma, comenzaban a guardarse los ritos que imponía la iglesia y las tradiciones del país. El miércoles de cenizas las concebidas habichuelas con dulce, que se repetían al menos tres veces más durante la cuaresma, la última el Viernes de Dolores. Luego la penitencia de no comer carne los viernes y sustituirlo por pescado. Esto provocaba que en el delicioso desayuno de Sándwich con jamón y queso, que nuestra madre preparaba, delicatesen que solo era permitido cada viernes, el jamón era sustituido por huevo sancochado y el “santo” sándwich se convertía en el martirio de los viernes.
Dos semanas antes de la Semana Santa, nuestro padre nos reunió a todos para darnos la noticia de que su jefe le había prestado una casa en Puerto Plata y que pasaríamos las vacaciones en la playa. Mi madre, no veía con buenos ojos la decisión, pero ante la algarabía de los chicos, no quiso contradecir a mi padre. Rápido, todos nos pusimos a hacer preparativos, decidiendo las cosas que llevaríamos o soñando en las cosas que haríamos, llenos del entusiasmo propio de la niñez. En la noche después de que todos nos habíamos acostado, me levanté por casualidad al baño y escuché a mis padres discutir.
— Tu sabes que en Semana Santa cuando uno sale a divertirse Dios castiga.
— Pero mujer — intentaba razonar mi padre — esos son cosas de viejos y de gente del campo.
— No me digas que son cosas de viejo, algo malo va a pasar, además mi mamá dice que el que se baña el viernes Santo se convierte en pez.
— Pues medio país se habría convertido en pez porque todo el mundo se va a las playas en Semana Santa, si solo son unos días y los chicos se van a divertir.
No continúe escuchando la conversación, pero al regresar a mi cama, apenas podía conciliar el sueño pensando en lo que había dicho mi madre. Esa noche soñé que mi hermana se había convertido en sirena, veía su cola dentro del agua de la playa y ella llorando, implorándome que le quitara la cola que ella quería volver a casa con nosotros. Me desperté varias veces en la noche sobresaltada y el sueño se repetía una y otra vez.
Desde esa noche ya no estaba tan entusiasta con el viaje, y una sensación de tragedia y ave de mal agüero se instaló dentro de mi. Días después cuando mi madre le contó a mi abuela que nos íbamos de vacaciones, ella se enojó mucho, comenzó a contar un montón de historias de tragedias ocurridas en esos días en otros tiempos y las pesadillas se hicieron cargo de mis noches replicando todas las historias que le había escuchado a mi abuela.
Finalmente llegó el Miércoles Santo y emprendimos el controversial viaje de vacaciones. El lugar quedaba a unas 5 horas de la ciudad por una carretera bastante aburrida. Nos acompañaba en el viaje una prima de mi mamá que pasó todo el camino contando historias. Así nos enteramos que ella que durante 50 años, todos los viernes Santos, había hecho una penitencia de no hablar durante todo el día. Le pregunté si también este año se mantendría sin hablar y me respondió que por primera vez había decidido romper su penitencia, esa declaración solo vino a aumentar mis preocupaciones de niña. Pensaba en lo enojado que Dios estaría con nuestra familia y que consecuencia podría eso tener en las vacaciones.
La casa de la playa era un complejo de apartamentos que tenía piscina y área de playa. Nos instalamos en un par de horas. Aquel mar azul turquesa, junto a las montañas, la alegría de grandes y adultos y la enorme piscina me hizo olvidar pronto de todos mis temores y dedicarme a disfrutar de las vacaciones. Pensé que si Dios hubiera querido castigarnos, el viaje se hubiera suspendido por alguna razón y no nos hubiera permitido llegar hasta tan lejos. A mis doce años aún no sabía que el destino siempre busca la forma de jugarnos una de sus tretas.
El miércoles y el jueves transcurrió entre baños de piscina y playa y comelonas. El viernes en la mañana no podía moverme de la insolación que había pescado y mi madre me prohibió salir del apartamento. Para ese entonces, ya comenzaba a sospechar que Dios andaba sacándome las cuentas por mi mala conducta y por haberme olvidado tan rápido de la expiación de los pecados. Pensé que al menos si no podía bañarme, me libraría de convertirme en pez. Eso me hizo recordar mi sueño de mi hermana convertida en sirena, y después de muchos ruegos, cubrirme bien con un gorro y mangas largas y prometerle a mi madre que no me acercaría al agua, baje a vigilar a mi hermana por si de repente era necesario rescatarla del maleficio de sirena.
Había transcurrido el día de forma armoniosa tranquila, mi hermana cansada del agua, se había quitado el traje de baño y nos dedicamos a jugar en el área de juego con otras chicas que había en el lugar. La tarde ya iba bajando y decidimos regresar al apartamento. Cuando íbamos llegando escuchamos algo que parecía un llanto desesperado, mi hermana y yo no miramos asustadas y echamos a correr. Yo me adelanté, imaginaba lo peor, sospechaba que finalmente Dios se habría cobrado aquello, había sido una afrenta irnos de vacaciones. Al llegar a la puerta mire a mi madre sentada en una silla, su rostro bañado en lagrimas, sus ojos verdes sin brillo, me acerque y entonces la escuché decir: “Tu abuela ha muerto”
Transcurrieron muchos años de aquellas fatales vacaciones de Semana Santa. Fue imposible recordar los momentos alegres que disfrutamos porque todo se empañaba con el recuerdo de una muerte, que a todas luces nos parecía un castigo del Señor. Desde es día Dios se convirtió para mi en un Dios de Castigo, poco a poco fui alejándome de él. Espiritualmente me quedé estancada en mi visión de niña de doce años, le recriminaba porque la víctima había sido mi abuela, y no los que habíamos faltado a sus preceptos. Nunca volvimos a salir en una Semana Santa.
Me hubiera quedado con este trauma de niña y esa percepción de Dios, si no hubiera ocurrido aquel incidentes de Semana Santa 20 años después.
Me había quedado en la ciudad como cada año y era bien reticente a salir de casa sobre todo el Viernes Santo, pero una amiga había insistido y me había convencido de que fuéramos a montar bici por la ciudad Colonia.
Mi amiga se adelantó con el resto del grupo y dobló por una calle y al perderla de vista me di cuenta de que se había reventado una goma. Tenía el repuesto del tubo pero nunca había aprendido a cambiarla. Comencé a maldecir mi decisión de haber salido de casa, cuando apareció no sé de donde aquel chico. Andaba también montando bici y al verme en problemas se detuvo y me ayudó. Le di las gracias y entonces me preguntó si no quería tomarme un café con él. Mi amiga se había perdido con el resto del grupo así que pensé que no perdía nada y acepté la invitación.
Mientras tomábamos el café, caímos en la conversación de las costumbres de los viernes santos y mi fobia a salir ese día.
— No sé porque me dejé convencer, nunca salgo en Semana Santa — le dije.
— Que casualidad — me repondió — yo tampoco.
Sentí curiosidad y pregunté la razón y entonces me contó su historia. Mientras escuchaba me maravillaba de las coincidencias.
Para el mismo año de mi azarosa Semana Santa, él había tenido una experiencia también difícil. Su familia era muy devota y practicante de todos los ritos de la iglesia. Ese año en especial se habían preparado con su abuela todo un itinerario de la actividades en las que participarían: el miércoles la confesión comunitaria, el jueves el lavatorio de los pies y luego la visita a las iglesias, habían hecho una selección de todas las iglesias que visitarían. El viernes acudirían al viacrucis que comenzaba a las 6 de la mañana. Ya habían completado la mitad de las actividades y ese Viernes Santo él se había levantado muy temprano para ir a recoger a su abuela que vivía a un par de cuadras de su casa. Le había dicho a su madre que se adelantaría en lo que ellos terminaban de alistarse. Iba llegando a casa de su abuela cuando la vio salir a sacar una basura a la calle, sin saber de donde salió un vehículo y la atropelló dejándola muerta delante de sus ojos.
Me contó que le había costado mucho superar el incidente. Aunque había aceptado que Dios había decidido llevarse a su abuela junto con Jesús un viernes Santo, desde entonces nunca salía en ese día. Este año sus amigos lo habían convencido de que fuera a montar bicicleta con ellos.
Cuando terminó su historia, hice silencio, pensé que debía ir en busca de mi amiga. Le di las gracias por el café y ayudarme con la bici y pedalee calle arriba. Mientras miraba los monumentos, las iglesias y el cielo pensaba que después de 20 años acababa de descubrir el otro lado de Dios, estaba equivocada: El no era un Dios de castigo.