Anselmo y los tiburones


Anselmo se levantó bien temprano como cada mañana. Preparó café en la cocina y fue colocando en un plato: pan y unos pedazos de queso. Salió por el pasillo y entró en la habitación del fondo, la luz del día se filtraba por las rendijas de la ventana. Colocó la bandeja sobre la mesita de noche. “La bendición mamá” se oyó decir. Sabía que no tendría respuesta, pero veinte y cinco años después no perdía la esperanza de que ella le respondiera. Miró a su madre con la mirada perdida. Le dio un beso en la mejilla y le alisó un poco el pelo revoloteado por la cama:

—Le traje su desayuno, ayer compré un poco del queso que le gusta, no se vaya a tomar el café rapidito que aún está caliente — Vio a su madre incorporarse lentamente y le colocó entonces la bandeja en el regazo. Normalmente se sentaba en la silla de al lado de la cama y la observaba comer lentamente mientras él hacia lo mismo. Pero esta vez ella empujó la bandeja en un ademan que indicaba que no quería comer:

—¿Qué le pasa?, es el queso que tanto le gusta, ¿No tiene hambre? — Cuando retiró la bandeja, ella se echo de nuevo de costado cerrando los ojos y por más que insistió en llamarla no volvió a abrirlos. Anselmo se preocupó, en todo el tiempo que ella tenía encerrada en su mutismo nunca había dejado de comer. Se le ocurrió tocarle la frente y se le antojó que estaba fría, un frio como de muerte, no quiso irse al trabajo hasta que llegó Anita la señora que la cuidaba.

—    Buenos días, Anselmo.

—    Buenos días, Anita.

—    ¿Y usted? tiene una cara como de que vio un muerto, ¿qué le pasa?

—    No se que le pasa a mamá, le traje queso del que le gusta y no quiso desayunar.

—    ¡¿Del queso que le gusta y no quiso?! ¡Que raro! — Anita se acercó y le tocó la frente — pero esta mujer esta fría como una muerta.

—    Eso digo yo, pero le tomé el pulso y no está muerta.

—    Jesús, María y José, no diga eso mi niño Anselmo.

—    Perdón, no quise decirlo así — miraba a Anita y a su madre y dudaba entre marcharse o quedarse a ver que ocurría.

—    Tiene que marcharse niño Anselmo o va a llegar tarde al trabajo.

—    Si… llámeme por cualquier cosa Anita, prométame que me llamará antes…

—    Niño Anselmo, váyase tranquilo, verá que no pasa nada, eso debe ser que está indispuesta.

—    Bueno, me marcho, voy a dejar el queso en la cocina por si se mejora y se lo quiere comer, bendición mamá — y salió de la habitación sin una respuesta, igual que siempre, pero en su interior tenía la sensación de que no sería un día como otro cualquiera.

Cuando salió de la casa, volvieron a su mente los recuerdos que hace tanto tiempo había decidido olvidar. Aquella tragedia en la adolescencia que le había dado un giro a su vida. Vivía feliz con sus padres y su hermano mayor. Su padre y su hermano atendía un colmado en el barrio que era el sustento de la familia. Cuando llegaba del colegio, comía y se marchaba corriendo al colmado, era uno de los mejores momentos del día porque relevaba a su hermano mayor por una hora mientras almorzaba, entonces se sentía grande y útil, admiraba a su padre porque todos en el barrio le tenían mucha estimación, conocía a todos los vecinos y sabía de sus vidas, pensaba que cuando grande sería como su papá, pero él estudiaría y tendría una cadena de supermercados y entonces su padre podría descansar y no tendría que trabajar tanto.

Fue entonces cuando su padre llegó un día con aquella idea de dejar el colmado e irse en yola, con el hijo mayor, para Puerto Rico. Su madre no estaba de acuerdo con la decisión, pero el padre se empecinó y en unas semanas ya había hecho los arreglos. Entregó el colmado y pagó el viaje. Una noche los vio despedirse. En una esquina la madre lloraba suplicándoles que no se fueran, que un presentimiento le decía que las cosas no iban a salir bien, pero el padre no era hombre de creer en supersticiones de mujeres. Le agarró por los hombros y lo miró fijamente:

—    Pídame la bendición — le escuchó decir.

—    La bendición papá — respondió con tristeza.

—    Dios te bendiga, me cuida mucho a su mamá, usted ahora es el hombre de la casa — el hermano le despeinó los cabellos y los vio marcharse a los dos.

Unos días después escucharon la noticia. La yola había zozobrado en el medio del mar los tiburones se había hecho con la presa. La marina anduvo varios días buscando sobrevivientes sin encontrar nada. Tenía  apenas 15 años. Dos imágenes quedaron grabadas en su mente: los ojos de su padre, a quien tanto quería y admiraba y con su imaginación la del tiburón devorándolo.

La madre lloró durante días, y él para darle valor y hacerse el fuerte se aguantó las lágrimas. Después de pasado el duelo, pensaba que ella volvería a recuperarse, pero nunca volvió a ser la misma. Cambió el llanto por esa mirada perdida hacia el mar, como si esperara que en cualquier momento el padre regresaría. Dejó de hablar y de preocuparse por las responsabilidades de la casa. Entonces Anselmo supo que debía buscar trabajo para poder mantener a su madre y cumplir la promesa que le había hecho a su padre.

Ahora tenía 40 años y vivía dedicado en cuerpo y alma a ella.  Hacía mas de quince años que había conseguido ese trabajo en el acuario como  encargado de limpiar las vitrinas. Ganaba lo necesario para mantenerla y no tenía más aspiraciones en su vida.

Cuando vio la puerta del acuario volvió de sus recuerdos a la realidad. Le gustaba su trabajo, nunca se cansaba de ver las diferentes especies marinas que allí se encontraban. Las vitrinas que más disfrutaba eran la de los pulpos porque se pegaba e iban reptando por el vidrio como si le ayudaran a hacer la limpieza por dentro. Había peceras que le daban temor, como la de la morena, era un pez que le parecía feo, ni siquiera parecía un pez, parecía una serpiente negra de agua. La mayoría de las veces cuando las personas hacían la visita ella se escondía, pero a él parecía no tenerle miedo, mientras limpiaba la vitrina ella salía y se lucía. Lo que nunca había podido vencer era el terror que sentía al limpiar la vitrina de los tiburones. Cada vez que los tiburones se acercaban al vidrio el se alejaba. Los miraba con respecto, con mucho miedo y durante todos esos años siempre recordaba que habían sido los asesinos de su padre y su hermano.

Faltaban unos quince minutos para las ocho, iba apresurado y preocupado. Bajó a los vestidores y se puso la ropa de trabajo. Fue por sus cosas y comenzó su tarea de limpiar las vitrinas.  Estaba en esos afanes cuando Nicasio, uno de sus compañeros, se le acercó diciendo:

—    Anselmo, dice Rafael, que subas a la segunda planta, necesita que le ayudes con algo — Rafael era el nuevo supervisor que había llegado hacía una semana.

—    ¿Le dijiste que yo nunca subo a la segunda? — reclamó Anselmo.

—    Se lo dije, pero me dijo que aquí el que mandaba era él y si no querías perder tu trabajo más te valía que subieras.

Anselmo lo miró asustado, todos sabían que a él no le gustaba subir a la segunda planta porque allí estaban la boca de los tanques. Cuando comenzó a trabajar, se dio cuenta de que no podía estar cerca del agua porque le entraba una tembladera que no podía controlar, llegó a decirle a su antiguo jefe  que quería dejar el trabajo, pero el hombre le cogió pena y lo delegó a la trabajar siempre en la primera planta. Así había transcurrido su estadía en el acuario todos esos años.  Hacía una semana que su jefe se había jubilado y tenían un nuevo supervisor, el anterior debió haberle advertido que él solo trabajaba en la primera planta, pero se imaginaba que este había llegado con ganas de hacerse el jefe.

Anselmo pensó un rato qué debía hacer, de repente volvió a su cabeza la imagen de su madre echada en la cama, recordó el frio de su frente, el recuerdo provocó que a su vez, comenzara a sudar copiosamente, pero no le quedó mas remedio que subir las escaleras. Cuando divisó la superficie del agua de los tanques, las piernas comenzaron a temblar, vio al nuevo supervisor, y a duras penas pudo llegar hasta él. Cuando estuvo frente pensó que no podría emitir ni una palabra, pero se armó de valor para responderle.

—    ¿Tú eres Anselmo?

—    Sí señor, a sus órdenes.

—    Anselmo, estoy haciendo algunos cambios en el personal del acuario y hemos despedido a Miguel. Como sabes él era el encargado de alimentar a los peces, así que mientras conseguimos a alguien que lo sustituya, tú te encargaras de esa tarea.

Anselmo lo miró con cara de terror, y como de ultratumba se escuchó decir.

—    No puedo señor.

—    ¿Cómo dices?! — le escuchó gritar al supervisor.

—    Que … no puedo hacer ese trabajo — le respondió vacilante.

—    ¿Cómo que no puedes hacer ese trabajo? ¿Pero qué te has creído? Aquí el que manda soy yo, y si no quieres terminar como Miguel, en la calle, mejor será que comiences a alimentar a los peces. Entonces ¿manos a la obra? — Anselmo miró al supervisor que esperaba de él una respuesta, dudo un instante, pero logro abrir la boca y respondió.

—    Por supuesto señor… manos a la obra.

Anselmo vio como el hombre partía  y lo dejaba allí parado. Tenía dos opciones coger sus cosas y no volver más a su trabajo, o armarse de valor y comenzar a hacer la tarea que le habían asignado. De repente, volvió a pensar en su madre que había dejado en la mañana  en la cama y recordó entonces a su padre, diciéndole adiós y encargándole que “fuera el hombre de la casa”. Miró las cubetas llenas de peces y comida y se dirigió a la boca de los tanques.

Cada vez que se acercaba a los tanques, tenía que hacer un esfuerzo por contener las nauseas y el mareo que iba sintiendo. Sudaba frío. Las cubetas se le resbalaban de las manos y varias veces tuvo que recoger todos los peces y el alimento que rodaba. A la mitad de la tarea, no pudo contenerse y comenzó a llorar, derramó todo el llanto que no había salido después que supo que su padre había muerto. Lloraba en silencio, con miedo. Solo pensaba que al final del  pasillo estaba el tanque grande, el que tenía los tiburones, y la opresión en el pecho se hacía cada vez más fuerte. Su trabajo se hacía lento, temía llegar hasta allá.

Terminó de echar la comida en todos los tanques y el último que le quedaba era el de los tiburones. Durante 15 años había observado los tiburones a través de la vitrina del tanque, sabía que  cuando los tiburones olieran el alimento subirían a la superficie.

Se acercó lentamente a la boca del tanque y vio a los cuatro tiburones dar vueltas en la superficie.  Volvió a sentir arcadas. Como pudo levantó la cubeta con los peces y el alimento y lo lanzó al tanque. Vio el alimento descender lentamente y los tiburones abalanzarse sobre él y nadar hacia el fondo del tanque. Parecía que había sido sencillo y todo hubiera terminado ahí si no fuera por ese sentimiento que se desató, un deseo de venganza, de ira y de repente si pensarlo más se lanzó al tanque de los tiburones.

Se vio bajar rápidamente a través del tanque, en el fondo se encontraban los cuatro tiburones comiendo su alimento y ajenos a lo que pasaba. Y mientras descendía se acercaba cada vez más a ellos, hasta que se vio justo al frente. Se imaginó entonces a su padre y a su hermano frente a los tiburones, ¿que sintieron cuando ellos lo atacaron? ¿Habrán tenido miedo? ¿Sería una muerte lenta? Los tiburones se afanaban en devorar su alimento y ni siquiera reparaban en Anselmo, estaba tan cerca que hubiera podido tocarlos,  pero no sintió miedo, miró los tiburones por última vez y volvió a subir lentamente a la superficie.

Al salir respiró con fuerza un bocado de aire se agarró al borde, vio la mano  de Nicasio que le ofrecía ayuda, pero la rechazó y se impulsó solo para salir del tanque. Respiraba con un poco de dificultad y su corazón le latía con mucha fuerza. Poco a poco se fueron acercando el resto de los empleados a su alrededor. Nicasio había subido por casualidad justo en el momento en que vio a Anselmo “caer” al tanque de los tiburones y había pegado un grito. Todos lo miraban sorprendidos, y en silencio sin atreverse a hablar. Murmuraban que había sido un héroe por salir ileso de un tanque con cuatro tiburones. En eso apareció el supervisor que ya había sido alertado.

—    ¿Qué pasó aquí Anselmo? —Preguntó con un grito el supervisor.

—    Estaba lanzando el alimento y me acerque demasiado al borde y al parecer me resbalé.

—    Pero mira que eres un hombre torpe, ¿cómo que te resbalaste? por eso es que no te han dejado en todos estos años subir al segundo piso. Tienes totalmente prohibido subir de nuevo, ¡Hombre torpe! Pero ¿Cómo has podido salir ileso de un tanque con cuatro tiburones? En realidad creo que eres muy valiente— el supervisor hablaba y repetía las frases asustado, temeroso de haber sido el responsable si le hubiera pasado algo y se alejó rápidamente y maldiciendo.

Todos miraban a Anselmo, en especial Nicasio. Sabía que Anselmo no había caído al tanque sino que se había lanzado porque lo había visto. Lo miró con admiración. Anselmo bajó la mirada y salió a buscar sus cosas y a cambiarse de ropa.

Anselmo estaba ansioso por volver a su casa. Imaginaba que no había ocurrido nada preocupante porque Anita no lo había llamado. Al llegar a la casa fue a la habitación de su madre y se alegró de encontrarla incorporada aunque con la mirada perdida igual que siempre. Se sentó a su lado. Hizo silencio durante un rato y luego le dijo:

—    ¿Sabe qué mamá? Hoy me encontré cara a cara con los asesinos de mi padre — Por primera vez en veinticinco años, su madre desvió la mirada perdida que llevaba y lo observó.

—    No sentí miedo. Quise vengarme, pero pensé que no valía la pena ensuciarse las manos por un asesino.

De repente escuchó aquella voz, la que lo había arrullado de niño, esa voz que tenía tantos años sin oír:

—    ¿Y qué hiciste?

—    Los dejé ir, creo que usted y yo debemos olvidarnos de eso y volver a vivir nuestra vida — le dijo. Entonces, miró a su madre con tristeza, de repente la vio más vieja y volvió a escuchar su voz.

—    Creo que tienes razón — hizo nuevamente silencio y luego agregó: — ¿no queda más queso de ese que me diste esta mañana?

Anselmo se levantó del asiento y fue a la cocina por más queso. Cuando iba por el pasillo escuchó de nuevo la voz de su madre: “Dios me lo bendiga”.

Un comentario en “Anselmo y los tiburones

  1. Realmente impactante pues mantiene el suspenso en todo momento. Lo mejor es lo inesperado del desenlace. Creo sinceramente que sigues progresando a pasos agigantados. Felicitaciones.

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