Cursaba mi cuarto grado de primaria, estudiaba en un colegio sólo de chicas, de monjas; las Hermanas del Cardenal Sancha. En el patio del colegio durante los recreos por la parte de atrás del edificio, siempre había una hermana a la que todas temían, tenía alrededor de 70 años, y las arrugas de su cara parecían surcos tallados por bueyes que abrieron la tierra, y araron una y otra vez a través de los años, Sor Águeda. Sobre ella giraba un millón de anécdotas, acerca de lo ogro que había sido en su juventud. Aunque era el terror de todas las chicas, yo nunca pensé que a esa pobre señora había que tenerle miedo.
La parte de atrás del colegio era un espacio maravilloso, porque en medio del bullicio del recreo, allí se respiraba paz. Había bancos blancos y muchos árboles de ceiba, frondosos, de copa ancha y cuyas ramas caían casi horizontalmente en el suelo, altos, con raíces corpulentas que sobresalían de la tierra. Durante todo el año escolar se mantenían florecidos, las flores eran rojas con unos filamentos amarillos, con los que nos entreteníamos jugando caballito, era un juego tonto en el cual debíamos tumbar la antera del filamento, y perdía la que lograba descabezar primero el filamento de la otra, así soñando a ser espadachines, nos divertíamos con la inocencia. Alli solíamos sentarnos a conversar de esas cosas de niñas. Por mi parte, durante los recreos, en lugar de irme al patio a jugar con el resto de las chicas, mi mayor alegría era ir por la parte de atrás, y allí siempre la encontraba sentada bordando.
Un día me decidí acercarme a Sor Agueda, y allí la encontré afanada, aguja en mano y llena de madejas de colores. Tal y como imaginaba, aquella viejecita, de ogro no tenía nada, y ese día me asignó la tarea de desenredarle las madejas de hilo. Debía quitar cada nudo; con mis pequeñas manos era fácil, ya que sus manos temblorosas apenas podían sostener el hilo, y así pasé el rato, desatando y desenrollando los nudos que se habían formado a través de los años. A partir de ese día, nunca dejaba de pasar por allí y lo que más me gustaba cuando terminaba mi tarea, era abrir el canasto de bordar e ir sacando las madejas y organizarlas por colores, los rojos: rojo anaranjado, bermellón, carmín, entre otros; luego los verdes y para terminar, mis preferidos, los azules, como el aguamarina y el celeste. Cuando me aburría de organizar las madejas, entonces me concentraba en su mano, que subía y bajaba, introduciendo la aguja de forma precisa en los agujeros de la tela, y yo cerraba los ojos e imaginaba que era yo quien bordaba y que hacía un enorme mantel que cubría la mesa de casa.
Un recreo que recuerdo con mucha intensidad Sor Águeda me estaba esperando como todas las mañanas, pero ese día no bordaba y tenía cerrado el canasto de costura, me senté silenciosa a su lado, y sentí que algo ocurriría. De repente ella comenzó a hablar, me dijo que había pensado que como yo mostraba tanto interés en los hilos y en la costura, tal vez había llegado el momento de aprender a bordar. Me propuso que lo hiciéramos como un proyecto para el día de las madres que se celebraba en mayo, y había preparado una cuidadosa lista de las cosas que necesitaba. Me mostró un libro de bordar en el cual había elegido una hermosa flor, como las del árbol de ceiba, con pétalos rojos y unos grandes filamentos. Me pidió que hablara con mi padre para que comprara los materiales y que sería un secreto para darle la sorpresa a mi madre. Bordaríamos durante los recreos.
No cabía en sí de la alegría, era el sueño que había alimentado durante semanas cada recreo, y de repente se hacía realidad. Durante el resto de la mañana, estuve repasando la lista, releía las hermosas letras de Sor Agueda: Hilo salmón #761, Pistachio Green #368, Yellow Pale #744, White, ¿Por qué el blanco no tenía número? ¿Será que lo habrá olvidado?, Mocha brown #3033, y así seguía la lista, tijeras pequeñas con punta, Tela Aida Linen 14 ct.
Cuando llegue a casa en la noche, logré traer a mi padre hasta la habitación, con la excusa de que me ayudara para una tarea y le expliqué mi proyecto, él tomo la lista de materiales y con alegría y entusiasmo se hizo cómplice de la idea.
Dos días despues, mi padre llegó una tarde con todos los materiales, y los introduje cuidadosamente en el bulto del colegio. Creo que no puedo recordar momentos más alegres de mi vida del colegio que cuando escuchaba la campana del recreo. Era el sonido de la alegría, de la ilusión, corría sin parar a la parte de atrás del patio y allí estaba ella esperando, canasto de bordar en mano y dispuesta a enseñar a esta alumna llena de deseos de aprender. No fue fácil, al principio pasaba las puntadas de forma desordenada de derecha a izquierda, de izquierda a derecha y era frustrante ver que se veía horrible lo que hacía, entonces, ella llena de paciencia, deshacía las puntadas y me hacía repetir el trabajo, diciendo: “en una sola dirección, y veras como te saldrá bien”. Al cabo de algunas semanas me sentía orgullosa de mi trabajo y avanzaba a buen paso, me decía: “con suerte terminaremos algunas semanas antes del domingo de madres y entonces podremos llevarlo a enmarcar”.
Entonces sucedió, ese día estaba más ansiosa que nunca, íbamos a comenzar a bordar el tallo de nuestro árbol de ceiba, y cuando sonó la campana, salí corriendo al patio, al llegar donde me esperaba siempre la hermana, no la encontré. Esperé un rato, tal vez se había retrasado, ¿estaría terminando algo?, pero por más que esperé en el banco ella no apareció. Era una niña de 9 años, tímida, y las monjas del colegio siempre estaban con caras muy enojadas y en verdad intimidaban, así no me atreví a preguntar por Sor Águeda.
Aproveché la última hora de clases y dejé que todas las compañeras salieran, y mientras Sor Hilda recogía, me acerque lentamente y pregunté por Sor Águeda, allí me enteré sin muchos detalles que estaba enferma, en realidad, estaba muy enferma. La habían tenido que trasladar a un hospital; con timidez pregunté cuándo regresaría, y en los ojos de Sor Hilda intuí lo que temía, “tal vez no sea tan pronto, en realidad, no sabemos si podrá regresar”, y entonces me explicó, esas cosas que los adultos no saben explicar a los niños, pero que los niños con su instinto, son capaces de comprender, que Sor Águeda, estaba en una situación delicada, y no podía hablar. Quizás pasará mucho tiempo antes de que pudiera regresar.
Salí del aula con los ojos llenos de lágrimas, lo sentía en lo más profundo de mi corazón, ¿por qué tuvo que enfermarse?, sentía tanta rabia con ella, y además ¡se quedó con mi costura!, y no puedo recuperarla, podría hablar con Sor Hilda y explicarle lo que había ocurrido, pero decidí que mejor debía esperar. De repente no era tan grave como pensaba, y en unos días regresaría y volveríamos a vernos en el patio y terminaríamos nuestra labor. Llegué a casa con una sensación de tristeza que nunca había sentido mi corazón de niña, toda la ilusión que tenía por terminar mi proyecto, había imaginado la cara que mi madre pondría cuando le llevara el cuadro, y ahora todo pintaba al fracaso. Esa noche apenas pude dormir, después de los primeros sentimientos de rabia y luego de tristeza, le siguió un gran remordimiento, sentía que era tan injusto de mi parte pensar en el bordado, cuando tal vez Sor Águeda ya nunca volvería al colegio ¿Y si moría? ¿Y si se moría con mi bordado?, pero, ¿Cómo diablos podía estar pensando en mi bordado? ¿No comprendía la gravedad del asunto? Que tal vez no volvería a ver no solo mi bordado, sino a Sor Águeda. Supongo que solo logré conciliar el sueño al amanecer porque cuando mi madre abrió la puerta para levantarme apenas podía abrir los ojos.
Durante varios días cada vez que veía a Sor Hilda, me acercaba y le preguntaba por Sor Águeda, su respuesta era siempre la misma: “todo sigue igual”. Los recreos habían perdido la alegría, y cada vez que veía las flores de los árboles de Ceiba, recordaba mi bordado, que debía estar en el fondo de un cajón en la que fuera la habitación de Sor Águeda. Después de un tiempo dejé de preguntarle a Sor Hilda sobre la salud de la hermana, y un día, cuando ya se terminaban las clases y había pasado el día de las madres, me la encontré de frente en un pasillo. Después que nos cruzamos, me llamó por mi nombre: giré sobre mis pasos y allí me contó que esa mañana, Sor Águeda había decidido ir a encontrarse con Dios, y que ya no estaría nunca más por el colegio. Bajé los ojos, las lágrimas asomaron a mi rostro y dije un “lo siento”, que apenas se escuchó, salí corriendo y sólo cuando estuve lejos y segura de que nadie podía verme, me detuve.
Fue el último año que estuve en el colegio de las monjas, el colegio no volvió a ser nunca el mismo, mi padre decidió al final del año cambiarnos de colegio. El nunca pregunto por el cuadro, y yo nunca le conté lo que pasó. Después con los años siempre me pregunté por qué nunca tuve el valor de hablar con Sor Hilda y pedirle mi bordado estoy segura de que lo hubiera encontrado, tal vez en el fondo, sentí que sin ella no habría tenido sentido terminarlo.