Las hostias robadas


Miro el sagrario con devoción y se persignó. No quería pensar mucho en lo que estaba haciendo porque llegado el momento sabía que podía arrepentirse. Después que había logrado llegar a ese punto era estupido echarse para atrás. Se arrodilló y rezó un padre nuestro, luego un avemaría, en el fondo no sabia para que fingía, porque nadie la descubriría, unas simples hostias nadie las echaría de menos, ella tenía la llave del sagrario, el mismo sacerdote se las había confiado y ya estaba tan viejo que no notaría la falta, cuando trajeran las nuevas hostias ella se encargaría de reponerlas.

Tenían que ser hostias consagradas porque su madre se las merecía. Sabía que le quedaban pocos días de vida y no podía continuar escuchándola quejarse de que se moriría sin volver a comulgar. Eran tan injustas todas aquellas leyes de la Iglesia, claro ella era solo una pobre mujer que no podía controlar esos preceptos, pero cuando escuchaba la biblia, no le cabía en su cabeza que en la iglesia que decía que la cabeza era Jesús pudiera haber tanta estupidez. Seguía repitiendo oraciones ya sin mucho sentido porque solo quería armarse de valor para abrir el sagrario y tomar las hostias.

Entonces su pobre madre y los recuerdos llegaron a su mente. Todo había ocurrido hacía tantos años. Había escuchado la historia muchas veces. Su abuela real, a la cual nunca conoció, había prácticamente vendido a su madre, una niña de 14 años, accediendo a entregarla en matrimonio por la iglesia a un hombre 20 años mayor que ella. Su madre le contaba cuánto lloró el día de la boda, y al final tuvo que irse a la casa con aquel hombre. Eran otros tiempos se le debía obediencia y respeto a los padres, pero el primer día después de la boda, el hombre había salido desde la mañana, en la noche, llegó borracho y comenzó a pegarle como un bárbaro. En un momento ella logró zafarse y salió huyendo, corrió como quien la persigue el demonio y solo paró cuando estuvo segura de que el borracho no la iba a alcanzar. Estuvo escondida entre los matorrales durante una semana, se acercaba a las casas y robaba algo de comida, y se enteró que su madre y el borracho la andaban buscando, entonces fue cuando decidió huir, lejos de aquel lugar donde nadie nunca la volviera a encontrar.

Caminó durante días hasta que llegó al siguiente pueblo y con los pies destrozados de tanto andar tocó la puerta en una casa y se ofreció a hacer lo que fuera por comida. Tuvo la buena fortuna de que era una señora llena de bondad que no hizo preguntas y la acogió en su casa. Ella trabajaba con mucho empeño y hacía todo lo que le mandaban y se quedó a vivir allí. Pero eso hacía más de 70 años.

El cristo crucificado la miraba, la sangre le rodaba por las mejillas desde las espinas de la cabeza, tenía clavos en las manos y los pies, y ella sentía que Jesus la comprendía, su mirada era de complicidad a pesar de la tristeza de su rostro, le decía:  “no te preocupes, no estas haciendo nada malo, yo el Jesús que todo lo perdona, también perdono lo que vas a hacer”.

Su mamá se había criado en aquella casa, la señora Maria, la acogió como una hija, ella finalmente le contó su corta y triste historia y le suplicó que no la hiciera volver a su casa. Un tiempo después conoció a quien sería su esposo y se enamoraron, después de unos tres años de cortejo él le dijo que se casaran y ella tuvo que contarle la historia y decirle que ya estaba casada. Pero su padre estaba enamorado, buscó un abogado y logró que hicieran el divorcio, en esos tiempos esas cosas se arreglaban con dinero y entonces se casaron, pero solo por la ley ya que ella ya estaba casada por la iglesia y eso no podía deshacerse: “lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”, como si Dios hubiera aprobado esa barbarie.

Seguía mirando al Cristo y le decía, intentando justificarse: “yo se que tu no piensas así, tú que eras amigo de prostitutas y pecadores comprendes que ese tipo de cosas pasan. Cómo uno se va a quedar para el resto de la vida con alguien que te pega. Ese no es el Jesús en el que creo, claro que tu estuviste de acuerdo y hasta la ayudaste a que huyera y encontrara un buen hogar que la acogiera y un hombre que de verdad la quisiera”

Mi padre y mi madre estuvieron casados por 60 años, fueron un matrimonio de esos que ya no existen, ellos si se quisieron en la salud y en la enfermedad, en las buenas y en las malas, tuvieron 4 hijos y todos fueron hombres y mujeres de bien, profesionales trabajadores. Mi madre cuidó a mi papá hasta que la muerte los separó. Ese fue un matrimonio que Dios unió.

Mi madre siempre ha sido una mujer devota, hasta que tuvo fuerzas iba a misa cada domingo y nos crió en la religión católica, rezaba el rosario todos los días, sus hijos hicimos la primera comunión, confirmación y todos nos casamos por la iglesia. Pero ella iba a misa y no comulgaba. Respetaba las leyes de la Iglesia en la que creía y sabía que por haberse casado la primera vez por la iglesia vivía en pecado. Nunca cuestionó ese precepto. 

Sin embargo, tiempo después que papá murió, un día conversábamos y me dijo: “no me quiero morir sabiendo que nunca más voy a volver a comulgar” yo me quedé de una pieza. Mi madre nunca había mencionado eso y que a sus 87 años hablara de eso me preocupó. La conversación volvía una y otra vez y yo la miraba extrañada y no le respondía. 

Hasta que le dije que iba a hablar con el sacerdote y le iba a pedir que le dejara comulgar, seguro que el cura no se negaría, muy probablemente el borracho ya debía de estar muerto y mi papá también. Eso era lo que yo pensaba y por eso cuando le plantee la situación al cura de mi parroquia y me salió con esa serie de disparates: Que si el divorcio canónico que debe aprobarlo el papa, que si ella tiene que confesarse, que si traer el acta de defunción del borracho, que si el acto de divorcio, yo lo único que hice fue enojarme. Le dije que lo iba a pensar, salí indignada de allí y fue cuando comencé a trazar mi plan.

Volvió a mirar el sagrario y las llaves que tenía en la mano, abrió la puertecita, sacó una hostia, la colocó en un pañuelo y las envolvió para que no se fuera a romper y volvió a cerrar con cuidado la puerta. Y al dar la vuelta se encontró de frente con Jesús, que la miraba sonriendo, cómplice de su hurto y lleno de misericordia. Sin ningún remordimiento caminó firme hacia la puerta de salida de la Iglesia, segura de que su madre sería feliz y encontraría, con aquella hostia, la paz en su interior, además de robar, mentiría, le diría  a su madre que el sacerdote le había dado su bendición, pero no le importaba, estaba dispuesta a expiar sus culpas por la redención de una inocente y sabía que Jesus estaba de acuerdo.

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